Mi rol de comunicadora le ganó a esos esquemas sociales que te impiden hablar en público sobre circunstancias que todos atraviesan pero que nadie puede admitir.
No sé si les pasa pero no todo el tiempo quiero reír en la foto ni contar que hasta un mosquito se posó en mi brazo, o que fui a comer con unos tíos o mi hija tuvo un acto en el colegio; mucho menos quiero aparentar estados exacerbados de dicha como para aclararle al mundo que yo sí soy feliz y tú no, que yo estoy en paz y tú no sabes nada de eso.
Estoy en un proceso superando cosas, creciendo y crecer cuesta. Claro, es esperanzador, te alegra pero también DUELE.
Estás desapegándote de personas, cosas, situaciones y rutinas. Duele porque estás soltando el pasado, separándote cada vez más del ego en un franco intento por renacer… Tal como el parto le causa dolor a la madre, así pudiera doler también la transformación de tu propio ser pero vale la pena.
Por eso el llanto, la somnolencia, la búsqueda de resguardo, la lentitud. Hasta el cuerpo busca su acomodo en el proceso mientras el espíritu no contiene las ganas de compartir su esencia y mostrar su lado hermosamente débil.
Por eso unos días son de espinas y otros son de rosas, y el cuestionamiento está latente. La verdad es que hay que atravesar un universo de emociones para llegar no a la perfección pero sí a una mejor versión de ti donde te despojas del equipaje innecesario y te quieres concentrar sólo en vivir, respirar, amarte y amar.
Los especialistas se refieren a este proceso como un despertar y lo celebran, supongo que yo también. Asumiendo todo lo que implica, no me queda duda de que esta “evolución consciente” es mucho mejor que repetir y repetir todo aquello que ya puede ser hasta cómodo pero te impide trascender.
No sé si esto está muy profundo o si lo entendiste o te identificaste pero no me pude contener cuando la amiga de una amiga me dijo que éste era su caso y yo aliviada le dije: “ah, entonces es normal.“
Ella me dijo: “Sí, y como todo, también va a pasar. Sé paciente contigo misma“.